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Exhibición

Beberemos el Vino Nuevo, Juntos! propone que los artistas creen nuevos tipos de sentido a partir de y a través del caos en tiempos precarios. Durante el periodo 2020-2022, más de setenta artistas de todos los continentes colaboraron en este proyecto a través de contramapas, obras de arte postal , estrategias performáticas y experimentos en la creación de espacios expositivos virtuales. Un archivo suave de arte postal, inspirado en el juego surrealista del "cadáver exquisito", serpentea por la galería, organizado como una especie de sistema meteorológico afectivo de conexión humana.

 

Para empezar, unos 34 artistas de todo el mundo fueron invitados a intervenir física y digitalmente en un mapa del mundo, a través del correo electrónico. A continuación, se acumularon obras de arte postal en miniatura, marcas postales y obras de videoarte a medida que el proyecto viajaba de artista en artista, considerando la práctica artística y la solidaridad como un "servicio esencial". Catalina Mena escribe sobre este proyecto:

"Contra la suspensión del tiempo y el aislamiento físico, la obra activa un proceso de circulación que reúne lo que está separado. Subjetividades creativas se cruzan, superponen y entremezclan, creando una coreografía planetaria. Mientras el mundo se cae, la obra lo reconstruye. Cada gesto interactúa con el otro, afecta y es afectado, contamina y es contaminado, en un juego transformador de los afectos".

 

La exposición se desplaza a través de formas de arte y lenguajes técnicos -dibujo, performance, coreografía, bordado, poesía, vídeo, exposición virtual y contramapas. De Australasia a África, de Asia a Europa y a Chile, un archivo caótico de documentos precarios atestigua colectivamente la vitalidad de los pequeños actos de continuación imaginativa para estimular lo que puede ser el lenguaje, mediante la acumulación de gestos de tacto y conexión, a través de las lenguas y los continentes.

This resulting exhibition deviates through art forms and technical languages: drawing, performance, choreography, embroidery, poetry, video, virtual exhibition, and counter-mapping. At a time of deep uncertainty, this project proposes that making new meanings out of and through chaos is a responsibility of artists. From Australasia to Africa, from South America to Europe, from Asia, from North America to Chile, this  project presents a chaotic archive of precarious documents that may be insubstantial individually, but that collectively testify to the vitality of small acts of continuation to invigorate what language can be, through a dedicated accumulation of simple gestures of touch and connection across languages ​​and continents.

Emergencia: ¡Beberemos el vino nuevo juntos!

-Catalina Mena

 

Años 20 del siglo 20, final de la primera guerra. Momento de incertidumbre y caída. Se escucha el anacrónico eco de un ahora. El mundo se ha desplomado y en el aire sigue latiendo frágil la esperanza de un futuro posible. Sobre la memoria reciente pesan 10 millones de muertos, luego se multiplicarán. Son números. (Las imágenes están bajo amenaza).

Un grupo de artistas, bajo el rótulo del Surrealismo, juntan energías con el deseo de sobrevivir a la loca racionalidad bélica. La urgencia es unirse para generar una obra colectiva que es un juego, un poema, una provocación contra la lógica imperante y sus mandatos destructivos. Se trata de ensayar otras formas de decir, combinar frases y dibujos según mecanismos aleatorios, obedeciendo al ritmo del inconsciente. Cada cual realiza su acción creativa ocultándosela al siguiente, de manera que nadie esté condicionado por el gesto anterior. Así se van sumando acciones que arman una obra mayor, caótica en su estructura. De allí surge una frase primera sin sentido aparente, pero pletórica de resonancias: “El cadáver exquisito beberá el vino nuevo”. (Se oye a los evangelistas relatando La Última Cena).

El lenguaje construye mundo. La poesía es su palabra cruda.

André Breton, que lleva la varilla, dice que la extravagante diversión les ha permitido «escapar de la autocrítica y liberar la actividad metafórica de la mente».

Marzo de 2020. (El número 20, que en esta historia se repite, es el número del fin).
La artista alys longley, de Nueva Zelanda, y el artista Máximo Corvalán, de Chile ,tienen planeado desarrollar juntos un proyecto.

Se declara la pandemia global, se decreta el confinamiento, el proyecto se suspende. El tiempo queda detenido, la incertidumbre se instala, ronda la idea de un final. Los muertos son números. (Las imágenes están bajo amenaza)

alys y Máximo continúan el diálogo a distancia; sus mensajes atraviesan el espacio. Piensan en los otros, en todos aquellos artistas con quienes han mantenido un vínculo afectivo, que están dispersos en distintos lugares del mundo, cada cual encerrado en su casa. Seguir comunicados es una forma de resistencia.

Así comienza esta ficción. Ensayan modos de conexión mediados por el deseo artístico.
Más de 60 artistas, de todos los continentes, se vinculan para crear una serie de obras analógicas y digitales, traspasando las fronteras y burlando los controles. El gesto convoca la emergencia. El arte como utopía de comunión. Los cuerpos se salvan de la ausencia.

Contra la suspensión del tiempo y el aislamiento físico, la obra activa un proceso de circulación que reúne lo que está separado. Subjetividades creativas se cruzan, superponen y entremezclan, creando una coreografía planetaria. Mientras el mundo se cae, la obra lo reconstruye. Cada gesto interactúa con el otro, afecta y es afectado, contamina y es contaminado, en un juego transformador de los afectos. Obra, entonces, que emerge del movimiento y permanece moviéndose, por eso se resiste a todo emplazamiento.

Cuando la obra aparece, se hace visible, es siempre como fantasma, como registro de algo que se escapa. Aquí su carácter rebelde y vital: trasgredir los mandatos de la asepsia, la distancia social, las fronteras geopolíticas y, también, las reglas del arte. Obra que desconcierta a la forma, al discurso y a la autoría; obra que es pura acción relacional.

 

El poemario Teogonía, escrito por Hesíodo en el VII aC, describe el principio del universo y el linaje de los dioses de la mitología griega. Según este texto, el Caos es lo primero que existió y dio origen a otras deidades. La figura cosmogónica de la Tierra es también posterior al Caos, por eso muchos la consideraron hija del Caos. El estado de emergencia hace que

el cuerpo tiemble. Los muertos siguen siendo números. El mundo ha dejado de funcionar, o está funcionando de un modo que nos parece caótico. Quizás el mundo esté revelando su verdadero carácter, eso dice el filósofo francés Bruno Latour. Que nunca fue un organismo, ni un sistema ordenado compuesto de partes que cumplen una función. No hay un ingeniero que regule las interacciones ni una causa que lleve a un resultado. “La vida es más caótica de lo que los economistas y los darwinianos habían imaginado”, dice. Que la tierra es un ente vivo, un“lindo revoltijo” –así la llama--, donde miles de actores interactúan y se modifican mutuamente. Esta interacción produce “ondas de acción” que no respetan ninguna frontera ni escala fija. Estas ondas, dice, son los verdaderos actores.

Cuando reemplazamos la idea de un sistema o de un organismo por la idea de “ondas de acción” el caos se vuelve natural. Nos asomamos a la complejidad de lo vivo: millones de partes relacionadas cuyas interacciones no responden a las leyes de la causalidad, ni son visibles a nuestros ojos. Hay demasiadas variables ocultas que nos impiden comprender el todo. Somos parte de una red interdependiente, diversa, incierta, aleatoria; nos movemos en la temporalidad y estamos siempre recreándonos, en estado de emergencia. (En el doble sentido de urgencia y nacimiento).

Quizás lo que llamamos caótico sea, simplemente, aquello que no podemos comprender desde la lógica racional. Para transitar la incertidumbre sin miedo habría que aceptar los límites de la razón: hacer una grieta en el lenguaje.
El proyecto artístico ¡Beberemos El Vino Nuevo, Juntos! reproduce, de algún modo, la performatividad de la Tierra. “Si es una ópera, depende de la improvisación constante que no tiene ni partitura ni desenlace”, diría Latour. La obra es proceso, hija de la necesidad y del azar: se enreda con lo vital y celebra la entropía.

Obra coral: el sentimiento se expresa de manera colectiva. Aquí Mijail Batjin, filósofo de la lengua. Este ruso habló de la polifonía estudiando las obras de Dostoievski, donde las voces se superponen.

El yo individual se funde en una entidad plural que está atravesada por el lenguaje: es el sujeto político que interactúa y se mezcla. Lugar del afecto. El arte se activa en el contacto.

La idea de la autoría se arrastra bajo el signo de la pregunta, pues viene a reafirmar la fantasía del organismo hecho de partes aisladas, de cerebros individuales que inventan cosas. Como Latour, Batjin dice que somos integrantes de una trama en movimiento. Después Roland Barthes dirá que la obra no pertenece al autor, sino a la cultura, porque es producto de una historia de pensamientos e imágenes que se intercambian y recuerdan. Lo que habla es el lenguaje, y no el autor. Quizás el lenguaje sea ese vino que beberemos, cada vez, juntos.

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